9.4.14

Humo de libros ahogados

Después de lo que conté aquí hace días, he vuelto a La Central de Callao. Fue una visita extraña. De algún modo sucedió en el reverso de un sueño. Y también en la trastienda de una espera.

Escapé de una siesta en la que se quedó Irene. Mientras caminaba hacia la librería pensaba que quizá podría regresar antes de que ella se levantara, dormir de nuevo y despertar con ella. De esa forma la incursión habría sucedido y no habría sucedido al mismo tiempo. Caminaba hacia el lugar donde espero que dentro de unos días se coma sobre un cuento mío, y lo hacía convencido de que se trataba de un sueño: otro, quizá Irene, me soñaba caminando hacia una pila de libros. Me acercaba a esperar que se derrumbara y encontrar debajo los manteles con mi cuento impreso, el que empieza con un falso Paul Auster fumando al borde de una piscina.

Una vez dentro, subí las escaleras y fui a parar frente al lugar donde esperan los ejemplares de la editorial Libros del KO. En concreto delante de un libro suyo con artículos de Julio Camba titulado "Maneras de ser periodista", que según Emilio, editor del KO, pasó a ser hace meses un libro inencontrable. Un libro inexistente, pues. Por supuesto, desconfié de aquellas cuatro copias y huí hacia otra habitación del palacete. En el interior de un sueño de otro había encontrado un libro inexistente que había deseado meses antes. La huida concluyó en la zona de la poesía y pensé en Paul Celan, pese a que no había nada suyo a la vista.

Se puede decir que Paul Celan me asaltó en una habitación del palacete, en mitad de un sueño de otro. Tal vez sin razón, a mí Celan se me ha quedado como un banco de niebla posado sobre una trinchera. También como un montoncito de ceniza en el preciso instante en que lo levanta una ráfaga de viento bajo esa niebla. Y como un cadáver rescatado del mar y tendido al sol del puerto. De esto último sí conozco el origen, que no tiene nada que ver con las palabras de Celan, sino con su envoltorio. Hasta el verano pasado yo tenía un ejemplar de sus obras completas. Ochocientos poemas de Celan, tituló su crítica hace años Álvaro de la Rica. Pero se me ahogó.
Reventó una tubería que inundó con 40 centímetros de agua los trasteros del edificio. Hasta la altura de las cajas donde guardaba algunos libros, y los ochocientos poemas. Cuando se retiró la marea dejó decenas de volúmenes con aspecto de contener algas. Una colección de cadáveres literarios que pasé a fotografíar sobre una mesa de la cocina. Como un forense de la literatura. El que interviene cuando ya no queda un solo crítico para guiar el viaje a través de ochocientos poemas de un rumano muerto en 1970.

Rercordarme como forense de la literatura me dio confianza para tratar con fantasmas, y regresé al lugar que guardaba los ejemplares inexistentes de Camba. No pude acercarme. Un tipo que parecía un periodista con el que me he cruzado alguna vez hojeaba "La banda que escribía torcido", de Marc Weingarten, también de Libros del KO. No quise arriesgarme a que el falso conocido fuera en realidad un verdadero conocido. O que fuera yo también para él un falso conocido, y tener que pasar juntos las páginas de libros periodísticos mientras hablábamos del hundimiento del oficio, como quien, atrapado en el ascensor, comenta la ausencia de nevadas. Huí de nuevo.

Quizá sí era ese de Camba un libro inexistente, pensé mientras hacía tiempo. Como lo parecía también el de Paul Celan, que no vi por allí. Entonces, en la niebla baja que para mí es Celan, comencé a recordar todos los demás ahogados del verano: Luis Cernuda, Ted Conover, Camus, Cortázar, Onetti, Salinger, Martin Amis… y un libro de Djuna Barnes titulado Humo. Que no es igual que la niebla.

Fue como desfilar ante una colección de mis cadáveres ahogados. Un paseo forense, mientras aguardaba a que se despejara el camino hacia un libro fantasma. Una espera en el interior de otra: la que transito estos días que faltan hasta conocer si premian el cuento que envié al concurso del Bistró de La Central. Una espera, dentro de otra, metidas ambas en un sueño de otro. El falso conocido no se cansaba de "La banda que escribía torcido", y supe entonces que el palacete conspiraba para que pospusiera cualquier compra hasta el fin de todas las esperas. Es decir, hasta que se fallara el concurso cuyo premio son 500 euros para gastar allí. Para comprar el Camba fantasma. Y algunos de mis ahogados. El palacete me daba esperanzas.

Una librería me estaba transmitiendo que la escritura podía procurar una salvación con efectos en el mundo físico. Que aquel cuento con Paul Auster fumando al borde de una piscina podía rescatar a los ahogados. Paul Auster iba a sacar personalmente mis libros del agua. No tenía por qué comprarlos entonces, sino esperar a hacerlo con el premio.

Pese a todo, cuando el falso conocido abandonó los Libros del KO, agarré el Camba fantasma, pagué y me fui. El regreso fue desconcertante. Irene ya se había despertado, lo que significaba que, estando yo en la librería, en algún instante, había sido expulsado del sueño. Y que se había esfumado esa sugerente posibilidad de que la incursión hubiera sucedido y no hubiera sucedido al mismo tiempo. Había pasado. Auster llegará en cualquier momento con Celan, Camus, Onetti, Cortázar, Salinger, Chesterton… y el prodigio de haber extraído de la piscina Humo. De Djuna Barnes.

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